Revista Producción
PRODUCCION Agroindustrial del NOA




Historias de vida:
Del cerco a la universidad

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Llegar a ostentar un título universitario suele ser tarea ardua. Pero cuando al esfuerzo normal que demanda ese objetivo hay que adosarle la carga de una cuna pobre, el tema asume los caracteres de verdadera patriada. El ingeniero agrónomo Miguel Atilio Costilla sabe que la tarea cumplida valió la pena. Quien hoy, con 65 años de edad, es rector del Instituto Agrotécnico Obispo Colombres, investigador emérito de la Estación Experimental, y presidente por tercera vez de la Liga Tucumana de Fútbol, constituye una muestra viviente de que, cuando se apuntala una meta con la inclaudicable fiereza de la voluntad, todo se puede. Aunque él no trepide en manifestar a quien quiera oirlo que, utilizando el arbitrario sistema de calificación deportivo actual, no se colocaría a sí mismo más de un 6. Nos atrevemos a disentir con el ingeniero Costilla, juzgue el lector si estamos en lo cierto.

¿Cómo fue su niñez?.
Nací en el campo, en una colonia cañera ubicada aproximadamente 9 kilómetros al oeste de Bella Vista, en lo que hoy es Campo de Herrera, sobre la ruta 38, de la cual el dueño era Bartolomé Barisio, buen hombre, un buen patrón. Por cierto que las comodidades no sobraban en aquellas casas de suncho, con techo de chapas y cocina de despunte. Eramos 7 hermanos, cuatro varones y tres mujeres, yo el tercero en orden. Comencé a trabajar a los 8 años en el cerco, labor que alternaba con la caza de "ocultos", una plaga de los cañaverales, son roedores que comen raíces, cuya captura se pagaba por cabeza. El trabajo comenzaba a las 4 de la mañana, y lo peor eran las heladas y heridas que se provocaba uno al querer cortar la caña con los dedos entumecidos por el frío. Tal vez por eso fue que me gustaba tanto la escuela, era una forma de escaparle al cerco. Mis padres no sabían leer, y a nosotros nos enviaban de prepo a la escuela, porque el comisario controlaba estrictamente la concurrencia de los chicos a clase, y no era cosa de batallar contra todo un personaje. Yo era mulero, junto a uno de mis hermanos, y así, entre el trabajo y los libros, concluí 4º grado, que era el último de esa escuela. Terminamos 14 chicos, y un buen día llegaron a la colonia en patota la maestra, el secretario del sindicato y el comisario, para pedir a mis padres que me siguieran enviando a la escuela. Es como que los veo, mi viejo de sombrero ancho, manos en la espalda, y mi madre con el pañuelo en la cabeza, asintiendo al pedido, mientras yo escuchaba sin poder creerlo desde atrás de un tala.

¿A qué escuela lo enviaron?.
A la de la villa, en Bella Vista. Trabajaba de mañana en el cerco, y por la tarde hacía a pie los 10 kilómetros hasta la escuela. Fíjese que una vez le pregunté a mi primera maestra, una santiagueña llamada Celia Herrera, porqué me había elegido de entre todos mis compañeritos para seguir estudiando, me contestó simplemente que creía haber visto en mí "algo, un interés especial por el estudio". Lo cierto es que en este otro colegio yo no tenía zapatos y sólo un guardapolvo con más remiendos que tela. Entre mis compañeros estaban Hugo Riera, hermano de quien fuera gobernador, y varios hijos de comerciantes. Recuerdo con emoción a mi maestra, Clelia Legname, que tuvo el valor de designarme abanderado en 6º grado, justamente a mí, el más pobre de todos, decisión que puede parecer intrascendente, pero que ha quedado grabada en mi corazón; aquella noble mujer se encargó de conseguirme zapatos y guardapolvo para las ceremonias.

¿Qué pasó al terminar la escuela primaria?.
Yo ansiaba seguir estudiando. Un día, sin previo aviso, llegó a casa el diputado "Mocho" Castro, me hizo cargar en un bolsito algunas pertenencias, y me llevó a la ciudad, donde buscaría para mí lugar en alguna escuela para chicos pobres. Probamos sin suerte en varios establecimientos, hasta que llegamos al colegio de los curas azules, en San Cayetano. Allí quedé como interno, para hacer el secundario en una escuela que se iniciaba justamente con la camada nuestra.
Arreglé de forma que se me permitiera regresar los viernes al cerco, porque yo ya era obrero estable en la colonia, y tenía que tener un mínimo de horas para conservar el trabajo.
Trabajaba viernes y sábado, y en las vacaciones el patrón me daba trabajo para que completara las horas requeridas para conservar el empleo.

¿Cómo le fue en el secundario?.
Muy bien, también fuí abanderado, pero no vaya a creer que era inteligencia, sino perseverancia.
En realidad estudiar me costaba más que a los demás, pero tenía un amor propio enorme, de modo que le dedicaba más tiempo al estudio, pese a lo cual también me daba maña para jugar al fútbol y el trabajo en el cerco.
Me recibí de perito agrónomo y pensé en ingresar a la facultad, aunque no me gustaba demasiado Agronomía. Mi sueño era seguir Medicina, pero había que rendir varias equivalencias, por lo que finalmente me decidí por la primera. Claro, con eso sólo estaba resuelta parte de la cuestión, porque no podría seguir trabajando en el cerco. Le escribí una carta al interventor Martiarena y me contestó diciendo que me presentara en la Casa de Gobierno, donde serviría como ordenanza a partir de enero de 1956. No obstante, al presentarme con todos los papeles, un teniente me dijo sin preámbulo alguno: "no mi amigo, usted es peronista, vuelva al cerco".
La verdad es que, en efecto, soy peronista, aunque no he tenido actuación política, y tampoco quiero tenerla. Con el trabajo del cerco, mis estudios universitarios distaron de ser brillantes; en 6 años hice sólo 2 de facultad, la mano venía dura, trabajaba en la caña de 4 a 11, salía a los piques, me lavaba con el agua de pozo, comía a la carrera y llegaba en bicicleta hasta Padilla, situado a 7 kilómetros, allí tomaba el tren e iba a la facultad, de donde regresaba a las 10 de la noche. Era ese paradójicamente el peor momento. No se ría, pero usted sabe que la gente de campo es supersticiosa. Volver a casa de noche con la bicicleta al hombro por esos montes, era cosa brava. Mi viejo creía mucho en aparecidos pero, con temor y todo, salía a mi encuentro, "para que no me hicieran nada". Me decía "cuando pitie el tren, yo voy a ir a encontrarte". El pitido del tren se escuchaba a 10 kilómetros, de modo que nuestra técnica era la siguiente: él me daba dos gritos y yo respondía de la misma manera, y así nos íbamos acercando; quizás todavía estábamos separados por varios kilómetros, pero al escucharlo, yo me sentía protegido. No puedo menos que recordar con gran emoción a mi padre, munido sólo de su cuchillito y un látigo, salir a encontrarme a pura voz, sin luz, con viento o lluvia, con frío o aparecidos, superando su propio miedo.

Finalmente salió del cerco...
Sí, me sacó un amigo, Belarmino Vega, que estudiaba Abogacía, con el cual compartimos más de una bicicleteada por Bella Vista. La última vez que nos vimos, al separarnos, gritó: "el que se acomode, acordarse del otro". Pasó el tiempo y él, ya abogado, llegó a diputado. Fiel a su promesa, se empeñó en buscar por la zona cercama a Bella Vista a un negrito flaco y alto, con lunares, que estudiaba Agronomía. No sólo me encontró, sino que me consiguió trabajo en la cámara gremial. A partir de entonces fue como si se hubiera dado vuelta la tortilla. Hasta allí económicamente pasaba las de Caín, en las largas vacaciones forzadas que tienen los obreros del surco, me las tenía que arreglar como podía; trabajaba en el mercado de abasto, de noche era sereno en un hotel, pintaba casas, cuidaba a los viejitos del Hogar San José, donde me daban comida y cama, iba y venía de a pie a la facultad. Mi estómago de estudiante carenciado se apaciguaba a medias con sandwichs de milanesa, tenía una cadena de sandwicheros amigos, cuando le pagaba a uno abría el crédito con otro, y así daba la vuelta. También supe vivir en una piecita que se llovía toda, en Italia y Ejército del Norte.

Con el alivio económico, ¿se normalizaron los estudios?.
Afortunadamente. El resto de la carrera la hice en tiempo normal. Cuando dí la última materia no tenía un peso, pero mis compañeros me hicieron una fiesta en Yerba Buena. A la mañana siguiente le pedí fiado a un almacenero de El Colmenar mortadela, pan y una gaseosa, un compañero me acercó hasta la colonia en su auto y, al llegar a casa le grité a mi madre, que había salido a recibirme por el camino, que ya era ingeniero. Ahí mismo, en la puerta de casa, de parado nomás, entre lágrimas de mis padres, algunos vecinos y yo, brindamos con gaseosa y comimos sandwich de mortadela.

Allí comenzó otra vida...
No tan rápido. Estaba recibido pero me sentía mal, tenía un título pero mi lenguaje era deplorable, decía "ya vuí", como mis antiguos compañeros santiagueños del surco. Decidí hacer una especie de secundario de nuevo, le pagué a profesores de Gramática, que me enseñaron a hablar, a escribir. En el ejercicio de la profesión cumplí de alguna manera aquel sueño de ser médico, me dediqué a la medicina en plantas, soy un poco el que atiende las plagas "clave" de cada cultivo, el que está obligado a conocer los diagnósticos y condiciones bioecológicas de los cultivos, ese fue el camino que abrí en beneficio de la producción.

¿Cómo le ha ido en el ejercicio de la profesión?.
Nada mal. Integro el Comité Asesor Científico del Programa de Medio Ambiente de las Naciones Unidas, soy un referente a nivel país de algunos problemas sanitarios de los cutivos, integré comisiones científicas, en ocasiones soy evaluador de profesores en universidades, integrante de programas nacionales de investigación y autor de muchos trabajos en revistas científicas, éstas últimas fueron en realidad la vidriera que me abrió puertas internacionales. He realizado 92 viajes fuera de mi país por razones profesionales, lo cual es maravilloso, aunque le tengo mucho miedo al avión. Hace pocos meses estuve en China y, parado sobre la Gran Muralla, no pude menos que agradecerle a Dios, al destino y a todos aquellos que de una u otra manera ayudaron a aquel changuito de largas piernas flacas a elevarse sobre sus propias limitaciones.

¿Usted fue el único de su familia que siguió estudios superiores?.
Sí. La mayoría de mis hermanos emigró a Buenos Aires cuando cerró el ingenio Bella Vista, sólo quedaron dos aquí en Tucumán, pero sigo unido a todos ellos indisolublemente. Y aquí permítame deslizar un dato que para mí es importante: yo, que era el "instruído" de la familia, leía siempre el Martín Fierro mientras todos tomábamos el mate cocido. De tanto escucharlo, mi madre se lo aprendió de memoria, y ya vieja, con 71 años, cumplió su sueño de aprender a leer, "porque quería enterarse, de primera mano, sobre lo que los diarios decían de su hijo", ella sí que merecería una nota.

¿Cómo está integrada actualmente su familia?.
Mi mujer Magdalena, hija de un empleado de la Estación Experimental, y mis dos hijos mellizos, Alvaro y Maximiliano, de 17 años, ninguno de los cuales quiere estudiar Agronomía.

¿Cuál es su filosofía de vida?.
Tratar siempre de ser buena persona, para lo cual hay que ser humilde, algo muy difícil de conseguir. Conocer su propio "techo" y no pretender pasar por lo que no se es, porque la propia vida nos pasa la factura. Los problemas jamás me arredraron, les puse el pecho y seguí adelante.
Es lo que inculco a mis hijos, les pido que estudien para poder insertarse en un mundo cada vez más complicado, reiterándoles que si no tienen cabeza es probable que los brazos no les sirvan demasiado, porque la pala no va a existir. Hay una tecnología que debe dar de comer a un mundo hambriento, y las posibilidades se achican cada vez más, formando un embudo, que sólo algunos superarán. Se viene un mundo nuevo, no se si mejor o peor, pero distinto. Habrá que hacer un inédito diagnóstico de la situación social, porque como estamos, no va.

El título, ¿cambió su forma de ser?.
Quiero creer que no, los que cambiaron para conmigo fueron muchos de mis amigos de la infancia, parece que me convertí en personaje, de ser "el negro Costilla, derivé en el señor ingeniero", y no hubo forma de convencerlos de que sigo siendo el mismo, que puede haber cambiado la corteza, pero jamás el corazón.

Por Ernesto Cepeda,
de Producción


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